martes, 26 de febrero de 2013

la identidad del espejo


Todo su cuerpo es un ojo. Sí, un ojo cuadrangular a través del cual todo ve y en él se ven. Un ojo condenado a no descansar nunca pues no pestañea, muchos menos duerme. En la oscuridad, observa las sombras. Todo sería registrarlo en su memoria si pudiese, pero no logra retener en sí lo que no tiene en frente. Lo que no permanece. Así, olvida. Sus sentimientos no son tales, son emociones que a veces le asaltan. La mayor parte del tiempo experimentaba la nada. Y no conocía la angustia. Hasta que colocaron frente a él un florero. El dueño de casa trajo consigo a una mujer que llegó para quedarse y con ella, las flores.

Ante sí desfilaron rosas, tulipanes, orquídeas, lluvias, gladiolos, margaritas y demás, de las cuales nunca supo sus nombres. Se maravillaba de apreciar cuan lentamente se deslucían ante sus ojos. Era distinto a las personas que reflejaba y que cambiaban sin sospechar que cada día morían. Las flores sí lo sabían y su resignación ante la muerte las hacía lucir sublimes. Si algo había quedado profundamente adherido en el espejo era un particular sentido de lo bello. En la muerte de cada flor, el espejo experimentaba el desdoblamiento de los planos hasta percibirse así mismo etéreo y magnánimo. Era el preciso instante en que el matiz de la vida escapaba de los pétalos, se desvanecía a través del tallo e iba a diluirse en el agua. Tan solo un segundo eterno que era imperceptible si pestañeabas. El espejo podía presenciarlo. Sólo él. Cada flor moría distinto y producía en él emociones distintas. Cada muerte lo elevaba en su condición. Aunque no recordaba, algo se impregnaba en él. 

Una mañana, desapareció la mujer y con ella, las flores. Transcurrió un día, dos, tres… ¿cuántos ya son?  El espejo no podría precisarlo, solo sabía que delante de sí se reflejaba un florero vacío que ahora encontraba de mal gusto. Y que ahora, él era un espejo vacío. Inicialmente todo fue calma. El espejo percibía que esta nueva circunstancia no debía de afectarlo. Que él podía permanecer impasible o al menos podría intentarlo. No pudo. Poco a poco empezó a experimentar el cuestionamiento existencial. 

Todo su cuerpo no es un ojo. No puede pestañear, mucho menos dormir. No puede negarse a ver lo que no quiere. No puede quedarse ciego. Su única esperanza es un accidente casero y/o ir a parar a donde habite esa mujer que amaba las flores. Mientras tanto, espera. 

Lo cambiaron de lugar, lo colocaron frente a la puerta del desván. Lugar al que nadie entra y del nadie sale. 

Tal vez esta sea la nueva identidad del espejo, una puerta que nunca se abre.





1 comentario:

Eduardo H dijo...

Impecable. El mejor cuento que he leído en días. Tu mejor cuento para mi subjetividad.