Todo su
cuerpo es un ojo. Sí, un ojo cuadrangular a través del cual todo ve y en él se
ven. Un ojo condenado a no descansar nunca pues no pestañea, muchos menos
duerme. En la oscuridad, observa las sombras. Todo sería registrarlo en su
memoria si pudiese, pero no logra retener en sí lo que no tiene en frente. Lo que
no permanece. Así, olvida. Sus sentimientos no son tales, son emociones que a
veces le asaltan. La mayor parte del tiempo experimentaba la nada. Y no
conocía la angustia. Hasta que colocaron frente a él un florero. El dueño de casa
trajo consigo a una mujer que llegó para quedarse y con ella, las flores.
Ante sí
desfilaron rosas, tulipanes, orquídeas, lluvias, gladiolos, margaritas y demás, de las cuales nunca supo sus nombres. Se maravillaba de apreciar cuan
lentamente se deslucían ante sus ojos. Era distinto a las personas que
reflejaba y que cambiaban sin sospechar que cada día morían. Las flores sí lo
sabían y su resignación ante la muerte las hacía lucir sublimes. Si algo había
quedado profundamente adherido en el espejo era un particular sentido de lo
bello. En la muerte de cada flor, el espejo experimentaba el desdoblamiento de
los planos hasta percibirse así mismo etéreo y magnánimo. Era el preciso instante en que
el matiz de la vida escapaba de los pétalos, se desvanecía a través del tallo e
iba a diluirse en el agua. Tan solo un segundo eterno que era imperceptible si
pestañeabas. El espejo podía presenciarlo. Sólo él. Cada flor moría distinto y
producía en él emociones distintas. Cada muerte lo elevaba en su condición. Aunque no recordaba, algo se impregnaba en él.
Una mañana,
desapareció la mujer y con ella, las flores.
Transcurrió un día, dos, tres… ¿cuántos ya son?
El espejo no podría precisarlo, solo sabía que delante de sí se reflejaba un florero vacío que ahora encontraba de mal gusto. Y que ahora, él era un espejo vacío. Inicialmente
todo fue calma. El espejo percibía que esta nueva
circunstancia no debía de afectarlo. Que él podía permanecer impasible o al menos podría intentarlo. No pudo. Poco a poco empezó a experimentar el cuestionamiento existencial.
Todo su
cuerpo no es un ojo. No puede pestañear, mucho menos dormir. No puede negarse a
ver lo que no quiere. No puede quedarse ciego. Su única esperanza es un
accidente casero y/o ir a parar a donde habite esa mujer que amaba las flores. Mientras tanto, espera.
Lo cambiaron de lugar, lo colocaron frente a la puerta del desván. Lugar al que nadie entra y del nadie sale.
Tal vez esta sea la nueva identidad del espejo, una puerta que nunca se abre.
Lo cambiaron de lugar, lo colocaron frente a la puerta del desván. Lugar al que nadie entra y del nadie sale.
Tal vez esta sea la nueva identidad del espejo, una puerta que nunca se abre.
1 comentario:
Impecable. El mejor cuento que he leído en días. Tu mejor cuento para mi subjetividad.
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