domingo, 6 de abril de 2014

Yo no soy Rosa


A mis 28 años de vida, les dedico mi recuerdo de Rosa

Ella era una mujer alta, sus muslos eran pilares gruesos y resistentes que sostenían sus anchas caderas, que daban soporte a su cintura delgada y a su espalda que sin ser ancha era fuerte, al igual que sus brazos y sus manos, tenía esa peculiaridad de ser delgados, e imponer presencia de atleta sin ser atleta. Su rostro era ovalado, sus ojos grandes vivían tras espesos lentos de miopía, su nariz tenía la caida de un tobogán de feria, sus boca era grande a la medida de sus palabras. Su cabello lo usaba con cerquillo y aunque corto alcanzaba para amarrarlo con una colette. No sé si era guapa, para mí lo era. Hermosa más bien. Me gustaba mirarla cuando resolvía un problema de álgebra, cuando copiaba una clase de historia, cuando escribía cartas a su padre muerto, cuando miraba el salón sin verme. Simplemente observarla como quien no sabe nadar pero no deja de ir a ver el mar.

Los profesores también la observaban, pero a diferencia mía ellos querían que ella los viese. Los nuevos le buscaban conversación, elogiaban sus bonitas letras, le hacían bromas desde inocentes hasta de doble sentido y chabacanas. Ella los miraba sin verlos, como si los atravesase, y con una sonrisa cansada. Pocas veces les respondía cuando estábamos en clase. La buscaban entonces cuando estábamos en receso y era allí cuando ella desplegaba los labios para hablar como la mujer madura que era. Tenía 28 años, no era una mocosa más de la academia que estaba tonteando con los amiguitos, venía a estudiar para poder ingresar a una buena universidad publica, mantenía a su madre y a sus tres hermanas, después de estar en clases iba a trabajar a la casa de una señora por San Borja donde se encargaba de limpiar y ordenar y sacar a pasear a los perros. Casi siempre se sentía muy cansada, por ello su tiempo libre era precioso, no podía perderlo, todo en la vida o tenía un sentido útil o no le era necesario. Decía todo esto con  mucha calma, mientras bebía de su tomatodo el refresco que se había preparado para la mañana, mientras observaba el rostro desencajado de su interlocutor. Terminado el discurso, sonreía. Los más le pedían disculpas, los menos le invitaban a salir un día a tomar un café, invitación a la que ella respondía "no tomo café" y se despedía menudeando los dedos sobre el hombro, rasgando el aire.

Además de observarla, me gustaba escucharla. Yo le explicaba problemas de física y a veces de química. Nunca fui buena en química pero me esforzaba por entender y así luego me podía explicar ante Rosa. Su voz me evocaba a una madre cuando solo es paz, sin tormento, aunque su vida a veces parecía serlo. La vi llorar un par de veces cuando estábamos en el baño, lavándonos el rostro por tanto calor, y ella se detenía frente al espejo unos minutos, y sin mover músculo alguno las lágrimas le brotaban y se perdían en su rostro mojado. Parecía un efluvio natural de sus ojos.  Las lágrimas se deslizaban sobre sus mejillas hasta la quijada, sin que sus ojos y su nariz se tornasen rojos, sin que ella emitiese algún lamento. Era tristeza, yo sabía, así vi llorar una vez a mi abuela. Entonces hacía lo mismo que con mi abuela hice, no le hacía preguntas, me quedaba en silencio, acompañándola, siendo testigo solidario, dando constancia de que existían esas lágrimas y que no era pertinente preguntar. Eran apenas un par de minutos, pues sonaba el timbre y ella terminaba de lavarse el rostro y caminaba hacía el salón dejándome a mí rezagada, mientras acomodaba mi alma que quedaba herida, acongojada, pertrecha al llanto. Yo iba al salón con signos de haber llorado y ella con la faz más apacible y sosegada que ni Buda.

Cuando eran días tranquilos, nos sentábamos junto al kiosko, a ver a los demás conversar, reir, flirtear. Rosa me decía "mira, mira, son apenas unos niños y él le ha dicho a ella que la ama, ni siquiera sabe sonarse la nariz y habla de amor".  Rosa nunca dijo sobre mí que yo fuese una niña, tal vez lo habría pensado pero nunca me lo dijo. Me gustaba creer que yo era su igual, no como ella, pero algo casi semejante. Que aunque yo no mantenía a nadie sino que me mantenían, no tenía noción de lo que era trabajar, mis padres cuidaban por mí al detalle, mi vida no sabía de carencias, y al mirarme al espejo nunca me brotaban las lágrimas sino solo una tímida sonrisa, yo quería creer que podía ser una persona madura como Rosa. A mis 16 años yo quería creer que podía ver la vida como la veía Rosa, no podía perder el tiempo, tenía que enfocarme en cosas útiles. Pensé en postular a medicina, así como Rosa. Y si alguien me invitaba a tomar café, me despediría rasgando el aire con los dedos por encima del hombro.

Todo fue culpa del profesor de geometría que se incorporó el último mes. Cuando ese profesor le buscaba conversación, ella hablaba suave y de largo, como si tuviese tiempo que perder, y sonreía como si hubiese guardado todas esas sonrisas para él. La primera vez que la invitó a salir, yo estaba con ella, sentadas al lado del kiosko. No lo importó que ella no estuviese sola ni le molestó que yo lo mirase con odio. ¿Qué se hace en una situación así? Rosa no recordó a su madre ni a sus hermanos ni el discurso sobre los perros que paseaba. Rosa dijo que sí, el sábado. Encantada. Él se fue y entonces Rosa siguió conversando conmigo retomando nuestra conversación interrumpida. Conjugó tres temas más, habló y habló sin que yo dijese nada y luego sonó el timbre. El patio empezó a quedar vacío y solo restamos Rosa y yo. No quise mirarla, me daba miedo mirarla, porque ya no era Rosa, esa no era mi Rosa. Ella descifró mi silencio. Tú no entiendes, me dijo, eres una niña, cuando tengas mi edad entenderás. Y se fue a clase.

Era la primera vez que alguien me rompía el corazón. Así se siente, pensé. Mi comunidad con Rosa había terminado, yo no era su semejante, el tiempo y la experiencia ceñían una frontera que ella estaba dejando remarcada como limítrofe. Podía haber regresado al salón, a mirarla como se mira el mar sin saber nadar, ahora que irremediablemente estaba claro que lo que nos separaba era semejante a esa imagen y más. Pero preferí ir al baño, a mirarme frente al espejo. No pude llorar, me lavé el rostro pero no se coló ninguna lágrima. Por más que yo quería llorar, tenía el corazón hecho un avispero, pero no habían lágrimas, ni una sola sola. Fue mi nariz la que empezó a congestionarse, era sangre combinado con un efluvio de moco líquido. Tomé un rollo de papel e incliné la cabeza hacia atrás para controlar el sangrado, el moco tendría que parar también. Tomó un poco más de tiempo del que pensaba. Cuando paró la sangre aun quedaba algo de moco, pero eso fue lo más fácil de solucionar. Al terminar, volví a lavarme el rostro y fui al salón.

El profesor no había llegado, así que cada quien andaba en sus cosas, leyendo algo o conversando. Rosa intentaba resolver un problema del cuadernillo de ciencias. Mis cosas estaban en la carpeta junto a ella, metí todo a la mochila y antes de mudarme a una carpeta de atrás, me acerqué hacia ella a murmurar junto a su rostro hasta empañar sus lentes. Yo sí sé sonarme la nariz, Rosa.



sábado, 22 de marzo de 2014

Profecías


El zorro vaticinó: Un día vendré y soplaré y soplaré hasta derrumbar tu casita de ladrillos.

Y el tiempo se cumplió. No quedaron ni los sauces del jardín.




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lunes, 24 de febrero de 2014

El tigre vegetariano

La gente aplaudía de pie. Aseguraban la función con el mismo acto. El ilusionista cerraba la noche colocando su cabeza en las fauces del gran tigre. La respuesta era colectiva. 

OHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH.... 

El gran tigre imponía temor a los asistentes, los niños eran lo que expresaban mayor impresión, y algunas damas ocultaban con las palmas de las manos sus rostros; y sin embargo nadie se movía de su asiento hasta que no viesen al tigre en escena.

La estrella el espectáculo era un ser educado para manso, criado para alimentarse de vegetales, instruido para rugir cuando le indicasen. Un tigre aun joven. Era como cualquier tigre a simple vista. Nada fuera de lo común. Si usted fuese un tigre, diría “es un tigre como yo”. Por ello nadie pudo comprender el accidente.

Los aplausos fueron reemplazados por gritos y sollozos. Los integrantes del elenco tampoco reaccionaban sino con estupefacción.

El tigre vegetariano masticaba la cabeza que había cercenado. Y aunque sintió asco también experimentó una agradable satisfacción. El espectáculo había terminado.

Era como cualquier tigre a simple vista. Nada fuera de lo común. Si usted fuese un tigre, hubiese dicho “es un tigre como yo”.