domingo, 14 de abril de 2013

Cortes finos

Vuelva usted mañana, le dijeron. Y se quedo quieta, mirando la luna que la distanciaba del chico del counter. Una misma persona diciéndole la misma frase desde hace dos meses. Un vidrio que la civilizaba y que le impedía cometer una imprudencia. Si un sujeto que la seguía en la fila no le decía "oiga usted, estamos esperando, muévase" tal vez ella no se hubiese movido.

Le habían cortado el cable del teléfono y su reclamo no pasaba del "Estamos en ello. Vuelva usted mañana". Dos meses. El camino de vuelta a casa pareció no haber ocurrido. No se fijo en la avenida cuando cruzaba. Tampoco en los niños que jugaban fútbol y pudieron golpearla con la pelota. Ni vio a su hija que estaba en la tienda comprando una gaseosa. Solo pensaba en esa luna que la distanciaba de un sujeto indiferente. Pensaba en las mil vitrinas que los distanciaban. Sería que además ese sujeto vivía en un cubito de vidrio y por eso nada sabía de los padecimientos de los mortales. Debía de vivir en ese cubito sagrado y a partir de entonces haber olvidado su pasado humano.

Estaba cansada. Aunque no estuvo mucho tiempo en la cola, se sentía agotada. Le dolían los pies y la espalda. No era una anciana, pero mucho menos una  jovencita. Tenía a su cargo una casa y una hija. Trabajaba medio tiempo para mantener a ambas y se sentía orgullosa de que así fuese. Era una mujer madura, sana, recia, pero deslucida. Al pasar junto a alguna tienda con espejos, evitaba su propia imagen. Se sabía poco atractiva. En su recuerdo sí lo había sido. Diez años atrás tal vez, antes de que su piel se opacase, pudo haber reclamado por su teléfono y no le habrían dicho "vuelva usted mañana". Pudo haber intentado sonreír un poco, ser simpática, pero se sentía cansada para serlo.

Se sentó en su sillón turquesa, a pensar  en su teléfono sin línea. Sintió lástima por él. Es cierto que no lo necesitaba. Ni ella ni su hija usaban el teléfono en casa. Los celulares lo eran todo. Pero era el teléfono de su casa y se había acostumbrado a verlo ahí, a escucharlo timbrar ocasionalmente, y a levantar el auricular tan solo para pensar en la posibilidad de llamar a la casa de alguna persona, como antes se hacia. Son esas pequeñas posibilidades que nos hacen lo que somos. Pero ahora no había teléfono. Tal vez pronto dejarían de existir los teléfonos fijos, los de casa, y nadie los extrañaría. Con el tiempo, ni siquiera ella. Pero ahora se le hacía terrible pensarlo.

Fue a la cocina y tomó un cuchillo. Su hija estaba aun en la tienda. Ella no lo sabía pero el silencio de la casa le hizo sentirse encubierta por la soledad. Empezó con una cebolla. Sin lavarla, la atravesó por la mitad suavemente y luego la cortó en innumerables trozos. Buscó otra cebolla. Una más. Cebolla que picaba la dejaba acumularse sobre la mesa. Al acabarse las cebollas continuó con tomates, zanahorias, apios, berenjenas, pimientos,... La mesa estaba sobrecargada. Empezó con las frutas. Eran tan suaves que parecían deshacerse en sus manos antes que las cortase. Encontró además una pierna de res aun entera que también desmenuzó. Un cuarto de pollo que deshuesó y cortó en pequeños cuadraditos como para arroz chaufa.
 Dejó vacías la refrigeradora y la despensa.

No empleó el mandil, así que al terminar y ver su ropa con manchas de todo lo que había cortado no se sorprendió. Le sorprendió sí estar con mayor energía que cuando empezó. Quería gritar "traigan más", "todo quedará bien cortado". Y sonreía con agitación. Observó con atención toda la cocina. ¿Qué más podría cortar?...

Cuando entró su hija se quedaron observándose un breve instante. El suficiente como para saber que la joven mujer no debía de hacer preguntas a la mujer mayor. No era el momento. No había nada que explicar. Y si lo había solo lo podría entender cuando le llegase su tiempo. Cuando a ella le cortasen la línea del teléfono, cuando los hombres que habitan en cubos de vidrios le dijesen que vuelva mañana, cuando evite mirarse de frente y durante mucho tiempo. Ahora no. En silencio, buscaron tapers y otros recipientes donde guardar la comida sacrificada. Ninguna justificó el desperdiciarla.

Al cerrar el último táper, la mujer mayor estaba apenada. Sus mejillas estaban sonrojadas y sentía el calor de la vergüenza en las orejas. La mujer joven fingió no verla y le preguntó si quería ir al cine. Ella invitaba.

Cortes finos, cortes tan finos que no se ven, que no sangran, que no matan. Solo arden.