“Hace exactamente dos semanas” pensó y
miraba el techo verde turquesa de su habitación. “Y aún siento este amago de
sangre en la boca”. Respiraba con pesadez y profundamente, como dando bocanadas
de aire antes de sumergirse en una piscina profunda. Lamentaba haber perdido el
control y estar sufriendo del esparcimiento
de la bilis negra en todo su cuerpo ahora infectado. Desde sus uñas hasta su lengua se transparentaba el color amarillo vidrioso de su ira mal controlada.
Era un proceso largo y penoso el restablecerse. No había medicinas, pues el hígado estaba lo bastante convulsionado como para ser expuesto a químicos. Ni se permitían pociones naturales. Relajarse y encontrar un estado de imperturbabilidad era la única forma conocida para purificar el organismo enfermo. En su situación era poco recomendable consumir comida, no estaba apto para poder digerirla. Solo beber agua en grandes cantidades y respirar profundamente hasta sentir el plexo solar completamente expandido. Lo penoso era en definitiva no consumir alimento, sentía hambre, cada día con mayor voracidad. El proceso se hacía largo ya que encontrar calma no era característica de personas como él.
Era un proceso largo y penoso el restablecerse. No había medicinas, pues el hígado estaba lo bastante convulsionado como para ser expuesto a químicos. Ni se permitían pociones naturales. Relajarse y encontrar un estado de imperturbabilidad era la única forma conocida para purificar el organismo enfermo. En su situación era poco recomendable consumir comida, no estaba apto para poder digerirla. Solo beber agua en grandes cantidades y respirar profundamente hasta sentir el plexo solar completamente expandido. Lo penoso era en definitiva no consumir alimento, sentía hambre, cada día con mayor voracidad. El proceso se hacía largo ya que encontrar calma no era característica de personas como él.
Los primeros atisbos de salud y que daban esperanza al enfermo aparecían a los diez días. Se recuperaba el blanco de los ojos y de las uñas. Él iba catorce y aún no presentaba cambios.
Su maestro, un hombre impasible y de voluntad inquebrantable, conversó con él hace semana y tres dias. Sabía de su inquietud al no ver mejoría. Le habló pausado y muy bajo, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Todo a su tiempo. La prisa es de necios". El discípulo lloró ante él, frustrado, pensando que nunca lograría la calma de su maestro, y sintiendo que él era el necio más necio que su maestro había tenido por discípulo. La desesperación se apoderaba de él y solo atinaba a lamentarse por no poder hacer nada para cambiar su suerte, por no poder tener control sobre sí mismo. Lloró largo rato ante su maestro que le observaba ecuánime.
“Hace exactamente dos semanas” pensó otra vez y miraba el techo verde turquesa de su habitación. “Y aún siento este amago de sangre en la boca”. No basta con la comprensión de su maestro. Como podía comprenderle si no vivía su situación, sólo le decía que mantenga la calma y que no había prisa. Eso lo podía hacer cualquiera, hasta el tipo de la esquina que le vende el agua. No era necesario mayor método. Quién le había hecho maestro. Por qué tenía que escucharle. Cómo vino a parar a ese casa sin ventanas y de puertas estrechas.
Eran las cuatro de la madrugada y su pensamiento encendido le sacó de la cama, de la habitación, de la casa. Fue directo al jardín y a gritar "¡Todo es mentira! ¡Es mentira! Todo esto es falso. Eres un estafador. Tú no sabes nada. ¿Me escuchas maestro? " Antes que pudiese seguir hablando, le alcanzaron unas palabras pronunciadas muy suaves, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Te escucho". Era su maestro. Que estaba sentado en el jardín, no muy lejos donde él había empezado a gritar. No esperaba encontrarlo ahí. Quería confrontarlo pero no había pensado cómo. Se sentía avergonzado y los fundamentos con los cuales quiso reclamarle empezaban a diluirse.
"Yo tampoco podía dormir. Hace dos semanas estás aquí y no he podido ayudarte. No atiendes lo que intento enseñarte, y sé que me culpas". Mientras hablaba su articulación se hacía más precisa, menos suave, más dibujada. Aunque estaba aun oscuro, el discípulo estaba convencido de ver con claridad el rostro de su maestro y de estar viéndolo distinto. ¿Qué era? Pero no le miraba mucho tiempo directamente, estaba apenado y bajaba el rostro buscando una palabra que no hallaba en la grama del suelo. Era una madrugada de otoño, sin frío ni calor, solo fresca. Maestro y discípulo se mantenían en silencio. Faltaba aún para que saliese el sol pero la madrugada aclaraba y el día llegaba inevitable.
Cuando hubo la suficiente luz como para que se distinguiesen sin posible confusión, el maestro direccionó el índice de su mano derecha señalando las flores que sembró semanas atrás. "Cuando yo era joven como tú, también tuve un maestro que cuidaba su jardín. Vivía más entre plantas que entre personas. El estado de calma que reflejaba era un inmenso y profundo oceano. Cuando le mirabas a los ojos parecía que anegabas en un estado de paz infinito. No fui su mejor discípulo pero cuando desapareció todos asumieron que yo debía de heredarlo por ser el que más tiempo vivió aquí. Nunca supe cómo murió. Simplemente desapareció. Se especula que su alma había alcanzado la gloria y su cuerpo se mimetizó con las plantas. Cuando no logro dormir, vengo a ver este jardín y creo que él me acompaña".
"Yo no soy ni su peor discípulo", dijo el joven. "Lo lamento". El maestro le dirigió la mirada menos lejana que hasta entonces tuvo para con él. No era una mirada de condescendencia que raya en superioridad, era la mirada de un igual. "No pretendo convertirme en una planta, no te pido a ti que lo hagas. El maestro de tu maestro fue un hombre que nace cada mil años. Y está bien que sea así". No sonrió pero reflejó un gesto muy semejante a la autosatisfacción, pronunciando con claridad “Por mi parte, no cambiaría mi capacidad de indignación por la calma más pura y eterna. A veces es necesario arder”. Pronunció lo suficientemente claro cada palabra como para dejar entrever su lengua amarilla vidriosa.
Observó a su discípulo y lo invitó a que meditasen juntos observando el jardín mientras aclaraba el alba.
Su maestro, un hombre impasible y de voluntad inquebrantable, conversó con él hace semana y tres dias. Sabía de su inquietud al no ver mejoría. Le habló pausado y muy bajo, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Todo a su tiempo. La prisa es de necios". El discípulo lloró ante él, frustrado, pensando que nunca lograría la calma de su maestro, y sintiendo que él era el necio más necio que su maestro había tenido por discípulo. La desesperación se apoderaba de él y solo atinaba a lamentarse por no poder hacer nada para cambiar su suerte, por no poder tener control sobre sí mismo. Lloró largo rato ante su maestro que le observaba ecuánime.
“Hace exactamente dos semanas” pensó otra vez y miraba el techo verde turquesa de su habitación. “Y aún siento este amago de sangre en la boca”. No basta con la comprensión de su maestro. Como podía comprenderle si no vivía su situación, sólo le decía que mantenga la calma y que no había prisa. Eso lo podía hacer cualquiera, hasta el tipo de la esquina que le vende el agua. No era necesario mayor método. Quién le había hecho maestro. Por qué tenía que escucharle. Cómo vino a parar a ese casa sin ventanas y de puertas estrechas.
Eran las cuatro de la madrugada y su pensamiento encendido le sacó de la cama, de la habitación, de la casa. Fue directo al jardín y a gritar "¡Todo es mentira! ¡Es mentira! Todo esto es falso. Eres un estafador. Tú no sabes nada. ¿Me escuchas maestro? " Antes que pudiese seguir hablando, le alcanzaron unas palabras pronunciadas muy suaves, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Te escucho". Era su maestro. Que estaba sentado en el jardín, no muy lejos donde él había empezado a gritar. No esperaba encontrarlo ahí. Quería confrontarlo pero no había pensado cómo. Se sentía avergonzado y los fundamentos con los cuales quiso reclamarle empezaban a diluirse.
"Yo tampoco podía dormir. Hace dos semanas estás aquí y no he podido ayudarte. No atiendes lo que intento enseñarte, y sé que me culpas". Mientras hablaba su articulación se hacía más precisa, menos suave, más dibujada. Aunque estaba aun oscuro, el discípulo estaba convencido de ver con claridad el rostro de su maestro y de estar viéndolo distinto. ¿Qué era? Pero no le miraba mucho tiempo directamente, estaba apenado y bajaba el rostro buscando una palabra que no hallaba en la grama del suelo. Era una madrugada de otoño, sin frío ni calor, solo fresca. Maestro y discípulo se mantenían en silencio. Faltaba aún para que saliese el sol pero la madrugada aclaraba y el día llegaba inevitable.
Cuando hubo la suficiente luz como para que se distinguiesen sin posible confusión, el maestro direccionó el índice de su mano derecha señalando las flores que sembró semanas atrás. "Cuando yo era joven como tú, también tuve un maestro que cuidaba su jardín. Vivía más entre plantas que entre personas. El estado de calma que reflejaba era un inmenso y profundo oceano. Cuando le mirabas a los ojos parecía que anegabas en un estado de paz infinito. No fui su mejor discípulo pero cuando desapareció todos asumieron que yo debía de heredarlo por ser el que más tiempo vivió aquí. Nunca supe cómo murió. Simplemente desapareció. Se especula que su alma había alcanzado la gloria y su cuerpo se mimetizó con las plantas. Cuando no logro dormir, vengo a ver este jardín y creo que él me acompaña".
"Yo no soy ni su peor discípulo", dijo el joven. "Lo lamento". El maestro le dirigió la mirada menos lejana que hasta entonces tuvo para con él. No era una mirada de condescendencia que raya en superioridad, era la mirada de un igual. "No pretendo convertirme en una planta, no te pido a ti que lo hagas. El maestro de tu maestro fue un hombre que nace cada mil años. Y está bien que sea así". No sonrió pero reflejó un gesto muy semejante a la autosatisfacción, pronunciando con claridad “Por mi parte, no cambiaría mi capacidad de indignación por la calma más pura y eterna. A veces es necesario arder”. Pronunció lo suficientemente claro cada palabra como para dejar entrever su lengua amarilla vidriosa.
Observó a su discípulo y lo invitó a que meditasen juntos observando el jardín mientras aclaraba el alba.