lunes, 30 de julio de 2012
A la mínima
"Este texto no está a tu altura" le dijo. Y el escritor se redujo al tamaño de una pastilla Panadol antigripal. Vino su esposa, que no dejaba de estornudar, y se lo tomó.
viernes, 27 de julio de 2012
El contrato
Los días transcurrieron lentos, como si no quisieran irse, pero se cumplieron. El año acordado había llegado a su término. Cuando despertó ese día, el último, su primer pensamiento estaba dedicado al contrato que hoy vencía. Retozó media hora entre las sábanas, estiro sus brazos y sus piernas. Se sentía liviano y saludable. Era libre. Había cumplido con cada clausula, aunque muchas veces intentó no hacerlo, pero había firmado y tenía que cumplir. Pasó humillaciones de todo tipo a cambio de muy poco. Pero ya no importaba, era el último día. Ahora sí. El último.
Se cayó una de sus almohadas mientras pensaba en qué haría con su libertad. Tal vez nada, o tal vez abriría un bar. Siempre había pensado en dejar el trabajo y tener un bar. Ver a la gente tomar alcohol y como actuaban y hablaban tan exageradamente le hacía gracia, como estar viendo televisión pero con efectos más intensos. Imaginaba las historias que le contarían. Algunas infidencias insignificantes y otras sustanciales y decisivas. Necesitaría una cámara nueva. Haría un muro con las fotos de su clientela más asidua. Para la inauguración invitaría a muchos amigos y contrataría a un fotógrafo para así también salir en las tomas y con su mejor ángulo.
Salió de la cama como si brincase, cogió los papeles que tenía a la mano y empezó a recrear el muro de fotografías que tendría su bar. Sobre su mesita de noche tenía un conjunto de hojas. Algunos papeles era muy grandes y los cortaba en tres o cuatro. Con un poco de cinta pegó todo en la pared. Fue a la cocina y trajo una jarra de agua y sirvió tres vasos. Reía y conversaba con la clientela imaginaria. A todos caía simpático y le prometían pasar la voz del nuevo lugar para cerrar una noche. De pronto un flash y sus clientes y él sonriendo. En medio de la ensoñación tuvo un pensamiento gris. Un ardor en los pliegues del estómago. ¿Dónde dejó el contrato?
Fue claro con él, solo sería un año y podían renovar o simplemente anular; pero tenía que tener el contrato a la mano, sino automáticamente debían de renovar. Quiso gritar muy fuerte y maldecir, pero eso atraía a la contraparte. Lo que menos necesitaba era que el maligno se enterase. Si se enteraba, estaba perdido; le traería un nuevo contrato, con nuevos términos, y tendría que aceptarlo. Empezó a buscar el documento. No lo encontró ni en su saco negro, ni en el fólder donde guardaba su título de abogado y otras certificaciones, ni en el falso suelo del armario. No había confiado en sus tres lugares seguros y lo había guardado en otro sitio, pero dónde.
Solo habían pasado dos horas desde que despertó pero ya no quedaba en su rostro ningún rastro de la alegría con la que despertó. Era el último día y antes de que fuese medianoche, debía encontrar ese contrato. Tal vez tendría menos tiempo si se le enviaban a un mensajero. El pánico empezaba a apoderarse de él, pero no había tiempo de hacer histeria. No era el momento para desesperar. Pensó en el bar que tendría si salía de esta, acarició su pequeño sueño y decidió seguir buscando con más detalle. Todas las gavetas, en los bolsillos, entre las páginas de sus libros, en las cajas de zapatos, bajo los asientos del coche, en el interior del forro de sus botas, en los sobres que habían acumulado polvo, dentro de los recipientes oscuros de la vitrina, bajo la alfombra, detrás de espejos y cuadras, sobre los armarios altos. No había. Siguió buscando.
El día estaba terminando. Las lágrimas le anegaban la vista. Pensó en arrojarse desde el balcón, pero le tenía tanto miedo al dolor que no se atrevía. Respiro profundo y pensó en otra solución. Ya no podía confiar en sus ojos. Aguzó el olfato. Esperaba discernir algún rastro que pudiese guiarle. Fue inútil. Como si la limpieza le estorbase renegó de encontrar solo el olor a esencia de lavanda que Miquita rociaba después de asear la casa. Miquita iba todas las semanas. Empezó automáticamente a odiar a Miquita. "Cuando alguien hace las cosas demasiado bien algo tiene que hacer mal" y despotricaba contra la empleada. Una chiquilla dulce y atenta, pero en las circunstancias de la lavanda por azufre, era tan solo una existencia nefasta.
"Miquita del diablo", gritó y quiso tragarse cada palabra después de haberlo dicho. Ya era muy tarde. La idea del balcón fue una buena idea en su momento. Las luces se apagaron. El aire se hizo espeso. El suelo era una masa gelatinosa sobre la que era difícil sostenerse. Podía sentir la gravedad multiplicarse por diez y hacerle difícil mantenerse en pie. Le empezó a doler cada uno de sus huesos, músculos y pelos. Como detestaba el dolor. Especialmente ese, cuando le visitaba él. Apenas eran las siete de la noche, pero lo había mentado un suscriptor suyo, así que apareció.
Satanás, muy tranquilo, le dio dos besos, uno por mejilla, y se sentó en un sillón pequeño de la sala. "Te he visto hoy temprano. La idea del bar no es mala. Será un placer hacer un nuevo negocio contigo. ¿Estás listo?" Permanecía en silencio y cabisbajo. Ya no pensaba en el bar ni en nada. Estaba simplemente rendido. Asintió con un gesto. "Firma aquí". Firmó. Sabía que no era necesario leer, no se lo permitiría. No quería leer nada, su mente proyectaba lo que sería el nuevo año, cumpliendo las nuevas reglas de su amo. Pensar que le visitaría casualmente y tendría el mismo dolor de ahora y esa angustia que le golpeaba dentro sin saber en donde o a qué y le provocaba convulsionar. Se mantenía en pie y esperaba la última palabra de su huésped. "Sabes que no soy mezquino. Abre tu bar. Te irá bien. No estés tan triste. Guarda bien este nuevo contrato y espera al término del año".
Cuando la sombra se marchó, la casa retornó a su estado normal y pudo moverse. Fue al baño por un poco de agua. Dejó el caño abierto. Le ardían demasiado las mejillas. Esos malditos besos le dejaban la piel en carne viva. Se miró al espejo y se odió. Sentía hartazgo. No era la primera vez que escuchaba "espera al término del año" en aquel tono alegre como si le diesen una buena noticia. Estaban así desde hace diez años. Y siempre al último día, se le perdía el contrato. Cada año era más cauteloso y dejaba en lugares más seguros el aciago papel. Y por último, este año reciente había dejado todo más a la mano para no olvidar el lugar donde lo guardaba. Y este año había decidido dejar todo sobre la mesita de noche. Ardor en los pliegues del estómago.
Se acercó a la pared que lo vio sonreir y bailar en la mañana y lo encontró. Lo que debían ser las fotografías de su bar. Hecho tres pedazos, el contrato. No lograba creérselo. Se adosó contra el muro y se dejó caer suavemente, flexionando las rodillas hasta estarse todo él en el suelo. Los recuerdos se agolparon en su mente. Año tras año, cuando solo era necesario que tuviese el contrato para ser libre, de una u otra forma el contrato no estaba y podía culpar a la mala suerte; pero ahora no había más culpable que sí mismo. Ni el diablo se le hacía más odioso que su yo.
Se quedó tendido en el suelo, apretándose muy suave contra sus piernas. Ya no era necesario proyectar lo que serían sus próximos días, solo bastaba planificar el día de mañana. Un accidente organizado y, en lo posible, indoloro. Eran apenas las nueve de la noche y escuchaba el agua del baño correr.
Se cayó una de sus almohadas mientras pensaba en qué haría con su libertad. Tal vez nada, o tal vez abriría un bar. Siempre había pensado en dejar el trabajo y tener un bar. Ver a la gente tomar alcohol y como actuaban y hablaban tan exageradamente le hacía gracia, como estar viendo televisión pero con efectos más intensos. Imaginaba las historias que le contarían. Algunas infidencias insignificantes y otras sustanciales y decisivas. Necesitaría una cámara nueva. Haría un muro con las fotos de su clientela más asidua. Para la inauguración invitaría a muchos amigos y contrataría a un fotógrafo para así también salir en las tomas y con su mejor ángulo.
Salió de la cama como si brincase, cogió los papeles que tenía a la mano y empezó a recrear el muro de fotografías que tendría su bar. Sobre su mesita de noche tenía un conjunto de hojas. Algunos papeles era muy grandes y los cortaba en tres o cuatro. Con un poco de cinta pegó todo en la pared. Fue a la cocina y trajo una jarra de agua y sirvió tres vasos. Reía y conversaba con la clientela imaginaria. A todos caía simpático y le prometían pasar la voz del nuevo lugar para cerrar una noche. De pronto un flash y sus clientes y él sonriendo. En medio de la ensoñación tuvo un pensamiento gris. Un ardor en los pliegues del estómago. ¿Dónde dejó el contrato?
Fue claro con él, solo sería un año y podían renovar o simplemente anular; pero tenía que tener el contrato a la mano, sino automáticamente debían de renovar. Quiso gritar muy fuerte y maldecir, pero eso atraía a la contraparte. Lo que menos necesitaba era que el maligno se enterase. Si se enteraba, estaba perdido; le traería un nuevo contrato, con nuevos términos, y tendría que aceptarlo. Empezó a buscar el documento. No lo encontró ni en su saco negro, ni en el fólder donde guardaba su título de abogado y otras certificaciones, ni en el falso suelo del armario. No había confiado en sus tres lugares seguros y lo había guardado en otro sitio, pero dónde.
Solo habían pasado dos horas desde que despertó pero ya no quedaba en su rostro ningún rastro de la alegría con la que despertó. Era el último día y antes de que fuese medianoche, debía encontrar ese contrato. Tal vez tendría menos tiempo si se le enviaban a un mensajero. El pánico empezaba a apoderarse de él, pero no había tiempo de hacer histeria. No era el momento para desesperar. Pensó en el bar que tendría si salía de esta, acarició su pequeño sueño y decidió seguir buscando con más detalle. Todas las gavetas, en los bolsillos, entre las páginas de sus libros, en las cajas de zapatos, bajo los asientos del coche, en el interior del forro de sus botas, en los sobres que habían acumulado polvo, dentro de los recipientes oscuros de la vitrina, bajo la alfombra, detrás de espejos y cuadras, sobre los armarios altos. No había. Siguió buscando.
El día estaba terminando. Las lágrimas le anegaban la vista. Pensó en arrojarse desde el balcón, pero le tenía tanto miedo al dolor que no se atrevía. Respiro profundo y pensó en otra solución. Ya no podía confiar en sus ojos. Aguzó el olfato. Esperaba discernir algún rastro que pudiese guiarle. Fue inútil. Como si la limpieza le estorbase renegó de encontrar solo el olor a esencia de lavanda que Miquita rociaba después de asear la casa. Miquita iba todas las semanas. Empezó automáticamente a odiar a Miquita. "Cuando alguien hace las cosas demasiado bien algo tiene que hacer mal" y despotricaba contra la empleada. Una chiquilla dulce y atenta, pero en las circunstancias de la lavanda por azufre, era tan solo una existencia nefasta.
"Miquita del diablo", gritó y quiso tragarse cada palabra después de haberlo dicho. Ya era muy tarde. La idea del balcón fue una buena idea en su momento. Las luces se apagaron. El aire se hizo espeso. El suelo era una masa gelatinosa sobre la que era difícil sostenerse. Podía sentir la gravedad multiplicarse por diez y hacerle difícil mantenerse en pie. Le empezó a doler cada uno de sus huesos, músculos y pelos. Como detestaba el dolor. Especialmente ese, cuando le visitaba él. Apenas eran las siete de la noche, pero lo había mentado un suscriptor suyo, así que apareció.
Satanás, muy tranquilo, le dio dos besos, uno por mejilla, y se sentó en un sillón pequeño de la sala. "Te he visto hoy temprano. La idea del bar no es mala. Será un placer hacer un nuevo negocio contigo. ¿Estás listo?" Permanecía en silencio y cabisbajo. Ya no pensaba en el bar ni en nada. Estaba simplemente rendido. Asintió con un gesto. "Firma aquí". Firmó. Sabía que no era necesario leer, no se lo permitiría. No quería leer nada, su mente proyectaba lo que sería el nuevo año, cumpliendo las nuevas reglas de su amo. Pensar que le visitaría casualmente y tendría el mismo dolor de ahora y esa angustia que le golpeaba dentro sin saber en donde o a qué y le provocaba convulsionar. Se mantenía en pie y esperaba la última palabra de su huésped. "Sabes que no soy mezquino. Abre tu bar. Te irá bien. No estés tan triste. Guarda bien este nuevo contrato y espera al término del año".
Cuando la sombra se marchó, la casa retornó a su estado normal y pudo moverse. Fue al baño por un poco de agua. Dejó el caño abierto. Le ardían demasiado las mejillas. Esos malditos besos le dejaban la piel en carne viva. Se miró al espejo y se odió. Sentía hartazgo. No era la primera vez que escuchaba "espera al término del año" en aquel tono alegre como si le diesen una buena noticia. Estaban así desde hace diez años. Y siempre al último día, se le perdía el contrato. Cada año era más cauteloso y dejaba en lugares más seguros el aciago papel. Y por último, este año reciente había dejado todo más a la mano para no olvidar el lugar donde lo guardaba. Y este año había decidido dejar todo sobre la mesita de noche. Ardor en los pliegues del estómago.
Se acercó a la pared que lo vio sonreir y bailar en la mañana y lo encontró. Lo que debían ser las fotografías de su bar. Hecho tres pedazos, el contrato. No lograba creérselo. Se adosó contra el muro y se dejó caer suavemente, flexionando las rodillas hasta estarse todo él en el suelo. Los recuerdos se agolparon en su mente. Año tras año, cuando solo era necesario que tuviese el contrato para ser libre, de una u otra forma el contrato no estaba y podía culpar a la mala suerte; pero ahora no había más culpable que sí mismo. Ni el diablo se le hacía más odioso que su yo.
Se quedó tendido en el suelo, apretándose muy suave contra sus piernas. Ya no era necesario proyectar lo que serían sus próximos días, solo bastaba planificar el día de mañana. Un accidente organizado y, en lo posible, indoloro. Eran apenas las nueve de la noche y escuchaba el agua del baño correr.
domingo, 22 de julio de 2012
Picassiana
Algunas mañanas despierta con la sensación de ser un cuadro de Picasso. Esto es que su ojo
pequeño desciende a la altura de su mandíbula y su ojo grande sube a lo más
alto de su frente. El lado izquierdo de su rostro vira más hacia la izquierda y queda la forma de su cabeza como la de una flecha. La percepción de lo que observa entonces deviene así en
estancias que no encajan, objetos poco conclusos como estrellas fugaces sin
cola pero con mucha luz. A un común mortal su rostro resulta horrendo, mas ella se siente bellísima cuando amanece Picassiana. Menos insulsa y casi casi una cosmopolita. Cuando amanece Picassiana, todo en el transcurso del día le va mejor que otros días. Mas la ilusión se tambalea... por algún motivo recuerda que no es una pintura, y empieza a correr para huir de la verdad que ya se le susurra en la oreja. Y corre como corren los fugitivos, a salto de mata y a campo traviesa, hasta agotarse.
En las noches, teme y presiente que al día siguiente el efecto de vanguardia habrá terminado. Por ello ha logrado manipular sus sueños, para cada noche estar frente a frente con Picasso. Durante los primeros intentos, le rogaba. Ahora, le exige que deje de ser tan cruel, que no juegue así, que debe de firmarla para que la realidad ya no la altere, para que sea siempre Picassiana. Pero Picasso que es un animal no la quiere escuchar. La justicia poética solo le permite a ella despertar de cuando en cuando convertida en un cuadro de Picasso, lo mejor que pudo haber producido ese hombre, aunque ese hombre fuese un animal.
En las noches, teme y presiente que al día siguiente el efecto de vanguardia habrá terminado. Por ello ha logrado manipular sus sueños, para cada noche estar frente a frente con Picasso. Durante los primeros intentos, le rogaba. Ahora, le exige que deje de ser tan cruel, que no juegue así, que debe de firmarla para que la realidad ya no la altere, para que sea siempre Picassiana. Pero Picasso que es un animal no la quiere escuchar. La justicia poética solo le permite a ella despertar de cuando en cuando convertida en un cuadro de Picasso, lo mejor que pudo haber producido ese hombre, aunque ese hombre fuese un animal.
martes, 17 de julio de 2012
veneno
Ya no recordaba el día en que ocurrió, solo sabía que fue hace mucho tiempo y que no lo hizo a propósito. El veneno era para ella. Tenía todo listo, con su gaseosa preferida, la de color naranja. Solo que no había prisa; podía quedarse en esa banca del parque toda el día mirando los pájaros en vuelo, los niños corriendo, los perros cagando, las madres con sus bolsas pasando. Y casi completaba la tarde; pero llegó él, se sentó a su lado y, sin preguntar, tomó sorbo a sorbo el líquido de color naranja. Y ella lo miraba. Al terminar, le sonrió y dijo que le compraría otra bebida si le aceptaba una salida al cine. Ella, que no dejaba de mirarlo temiendo el momento en que empezase a convulsionar, cedió. Cómo decirle que no a la persona que has envenenado. Se pasó horas mirándolo y esperando, en vano pues esa tarde él no murió. Vinieron más invitaciones y no había modo de negarse. La invitación más grande llegó sin aviso. Le invitó a casarse con él. Tiempo y tiempo, como en todo, pasaron.
No estaba
segura de si en algún momento había llegado a enamorarse, pero sí sentía algo
parecido al respeto por ese hombre al que la muerte no tocaba y que había sido
en 45 años un buen motivo para no regresar al parque con una gaseosa naranja.
Solo había instantes en la cama, cuando él dormía profundamente y no la abrazaba ni le decía
“buenas noches”, en que le odiaba con intensidad y se decía bajito “no debe faltar
mucho, en algún instante ha de hacer efecto” y esperaba con los ojos muy abiertos; pero luego se rendía, se enroscaba a su lado
y dejaba que el sueño los abrigase una noche más.
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