martes, 17 de julio de 2012

veneno




Ya no recordaba el día en que ocurrió, solo sabía que fue hace mucho tiempo y que no lo hizo a propósito. El veneno era para ella. Tenía todo listo, con su gaseosa preferida, la de color naranja. Solo que no había prisa; podía quedarse en esa banca del parque toda el día mirando los pájaros en vuelo, los niños corriendo, los perros cagando, las madres con sus bolsas pasando. Y casi completaba la tarde; pero llegó él, se sentó a su lado y, sin preguntar, tomó sorbo a sorbo el líquido de color naranja. Y ella lo miraba. Al terminar, le sonrió y dijo que le compraría otra bebida si le aceptaba una salida al cine. Ella, que no dejaba de mirarlo temiendo el momento en que empezase a convulsionar, cedió. Cómo decirle que no a la persona que has envenenado. Se pasó horas mirándolo y esperando, en vano pues esa tarde él no murió. Vinieron más invitaciones y no había modo de negarse. La invitación más grande llegó sin aviso. Le invitó a casarse con él. Tiempo y tiempo, como en todo, pasaron. 

No estaba segura de si en algún momento había llegado a enamorarse, pero sí sentía algo parecido al respeto por ese hombre al que la muerte no tocaba y que había sido en 45 años un buen motivo para no regresar al parque con una gaseosa naranja. Solo había instantes en la cama, cuando él dormía profundamente y no la abrazaba ni le decía “buenas noches”, en que le odiaba con intensidad y se decía bajito “no debe faltar mucho, en algún instante ha de hacer efecto” y esperaba con los ojos muy abiertos; pero luego se rendía, se enroscaba a su lado y dejaba que el sueño los abrigase una noche más.

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