domingo, 25 de agosto de 2013

SI HE DE ARDER...


“Hace exactamente dos semanas” pensó y miraba el techo verde turquesa de su habitación. “Y aún siento este amago de sangre en la boca”. Respiraba con pesadez y profundamente, como dando bocanadas de aire antes de sumergirse en una piscina profunda. Lamentaba haber perdido el control y estar sufriendo del esparcimiento de la bilis negra en todo su cuerpo ahora infectado. Desde sus uñas hasta su lengua se transparentaba el color amarillo vidrioso de su ira mal controlada.

Era un proceso largo y penoso el restablecerse. No había medicinas, pues el hígado estaba lo bastante convulsionado como para ser expuesto a químicos. Ni se permitían pociones naturales. Relajarse y encontrar un estado de imperturbabilidad era la única forma conocida para purificar el organismo enfermo. En su situación era poco recomendable consumir comida, no estaba apto para poder digerirla. Solo beber agua en grandes cantidades y respirar profundamente hasta sentir el plexo solar completamente expandido. Lo penoso era en definitiva no consumir alimento, sentía hambre, cada día con mayor voracidad. El proceso se hacía largo ya que encontrar calma no era característica de personas como él.  

Los primeros atisbos de salud y que daban esperanza al enfermo aparecían a los diez días. Se recuperaba el blanco de los ojos y de las uñas. Él iba catorce y aún no presentaba cambios.

Su maestro, un hombre impasible y de voluntad inquebrantable, conversó con él hace semana y tres dias. Sabía de su inquietud al no ver mejoría. Le habló pausado y muy bajo, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Todo a su tiempo. La prisa es de necios". El discípulo lloró ante él, frustrado, pensando que nunca lograría la calma de su maestro, y sintiendo que él era el necio más necio que su maestro había tenido por discípulo. La desesperación se apoderaba de él y solo atinaba a lamentarse por no poder hacer nada para cambiar su suerte, por no poder tener control sobre sí mismo. Lloró largo rato ante su maestro que le observaba ecuánime.

“Hace exactamente dos semanas” pensó otra vez y miraba el techo verde turquesa de su habitación. “Y aún siento este amago de sangre en la boca”. No basta con la comprensión de su maestro. Como podía comprenderle si no vivía su situación, sólo le decía que mantenga la calma y que no había prisa. Eso lo podía hacer cualquiera, hasta el tipo de la esquina que le vende el agua. No era necesario mayor método. Quién le había hecho maestro. Por qué tenía que escucharle. Cómo vino a parar a ese casa sin ventanas y de puertas estrechas.

Eran las cuatro de la madrugada y su pensamiento encendido le sacó de la cama, de la habitación, de la casa. Fue directo al jardín y a gritar "¡Todo es mentira! ¡Es mentira! Todo esto es falso. Eres un estafador. Tú no sabes nada. ¿Me escuchas maestro? " Antes que pudiese seguir hablando, le alcanzaron unas palabras pronunciadas muy suaves, con una articulación imperceptible, casi entre dientes. "Te escucho". Era su maestro. Que estaba sentado en el jardín, no muy lejos donde él había empezado a gritar. No esperaba encontrarlo ahí. Quería confrontarlo pero no había pensado cómo. Se sentía avergonzado y los fundamentos con los cuales quiso reclamarle empezaban a diluirse.


"Yo tampoco podía dormir. Hace dos semanas estás aquí y no he podido ayudarte. No atiendes lo que intento enseñarte, y sé que me culpas". Mientras hablaba su articulación se hacía más precisa, menos suave, más dibujada. Aunque estaba aun oscuro, el discípulo estaba convencido de ver con claridad el rostro de su maestro y de estar viéndolo distinto. ¿Qué era? Pero no le miraba mucho tiempo directamente, estaba apenado y bajaba el rostro buscando una palabra que no hallaba en la grama del suelo. Era una madrugada de otoño, sin frío ni calor, solo fresca. Maestro y discípulo se mantenían en silencio. Faltaba aún para que saliese el sol pero la madrugada aclaraba y el día llegaba inevitable.


Cuando hubo la suficiente luz como para que se distinguiesen sin posible confusión, el maestro direccionó el índice de su mano derecha señalando las flores que sembró semanas atrás. "Cuando yo era joven como tú, también tuve un maestro que cuidaba su jardín. Vivía más entre plantas que entre personas. El estado de calma que reflejaba era un inmenso y profundo oceano. Cuando le mirabas a los ojos parecía que anegabas en un estado de paz infinito. No fui su mejor discípulo pero cuando desapareció todos asumieron que yo debía de heredarlo por ser el que más tiempo vivió aquí. Nunca supe cómo murió. Simplemente desapareció. Se especula que su alma había alcanzado la gloria y su cuerpo se mimetizó con las plantas. Cuando no logro dormir, vengo a ver este jardín y creo que él me acompaña".

"Yo no soy ni su peor discípulo", dijo el joven. "Lo lamento". El maestro le dirigió la mirada menos lejana que hasta entonces tuvo para con él. No era una mirada de condescendencia que raya en superioridad, era la mirada de un igual. "No pretendo convertirme en una planta, no te pido a ti que lo hagas. El maestro de tu maestro fue un hombre que nace cada mil años. Y está bien que sea así". No sonrió pero reflejó un gesto muy semejante a la autosatisfacción, pronunciando con claridad “Por mi parte, no cambiaría mi capacidad de indignación por la calma más pura y eterna. A veces es necesario arder”. Pronunció lo suficientemente claro cada palabra como para dejar entrever su lengua amarilla vidriosa.

Observó a su discípulo y lo invitó a que meditasen juntos observando el jardín mientras aclaraba el alba.


martes, 28 de mayo de 2013

Libertad


Era un hombre hecho de barro que cada noche soñaba con darse un baño de tina.






sábado, 4 de mayo de 2013

El viento del norte soplará


- Otra vez, explíqueme. ¿Me dice usted que a su hermano se lo llevó el viento?
- Así es, no queda más por explicarle señor oficial. Se lo llevó el viento.
- ¿Usted lo vio?
- No. Pero no era necesario. Yo estaba dentro de casa. Sentí el aire violentando las ventanas, golpeando el tejado. Él estaba leyendo su periódico en el jardín. Cuando asomé a verle, el viento ya se lo había llevado.
- Pero si era un viento huracanado, ¿no debió acaso llevarse la casa entera?
- Es que era un viento del norte.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
- Que el viento del norte se lleva a los buenos hombres.
- Y entonces...
- Descuide, a usted no se lo llevará.

domingo, 14 de abril de 2013

Cortes finos

Vuelva usted mañana, le dijeron. Y se quedo quieta, mirando la luna que la distanciaba del chico del counter. Una misma persona diciéndole la misma frase desde hace dos meses. Un vidrio que la civilizaba y que le impedía cometer una imprudencia. Si un sujeto que la seguía en la fila no le decía "oiga usted, estamos esperando, muévase" tal vez ella no se hubiese movido.

Le habían cortado el cable del teléfono y su reclamo no pasaba del "Estamos en ello. Vuelva usted mañana". Dos meses. El camino de vuelta a casa pareció no haber ocurrido. No se fijo en la avenida cuando cruzaba. Tampoco en los niños que jugaban fútbol y pudieron golpearla con la pelota. Ni vio a su hija que estaba en la tienda comprando una gaseosa. Solo pensaba en esa luna que la distanciaba de un sujeto indiferente. Pensaba en las mil vitrinas que los distanciaban. Sería que además ese sujeto vivía en un cubito de vidrio y por eso nada sabía de los padecimientos de los mortales. Debía de vivir en ese cubito sagrado y a partir de entonces haber olvidado su pasado humano.

Estaba cansada. Aunque no estuvo mucho tiempo en la cola, se sentía agotada. Le dolían los pies y la espalda. No era una anciana, pero mucho menos una  jovencita. Tenía a su cargo una casa y una hija. Trabajaba medio tiempo para mantener a ambas y se sentía orgullosa de que así fuese. Era una mujer madura, sana, recia, pero deslucida. Al pasar junto a alguna tienda con espejos, evitaba su propia imagen. Se sabía poco atractiva. En su recuerdo sí lo había sido. Diez años atrás tal vez, antes de que su piel se opacase, pudo haber reclamado por su teléfono y no le habrían dicho "vuelva usted mañana". Pudo haber intentado sonreír un poco, ser simpática, pero se sentía cansada para serlo.

Se sentó en su sillón turquesa, a pensar  en su teléfono sin línea. Sintió lástima por él. Es cierto que no lo necesitaba. Ni ella ni su hija usaban el teléfono en casa. Los celulares lo eran todo. Pero era el teléfono de su casa y se había acostumbrado a verlo ahí, a escucharlo timbrar ocasionalmente, y a levantar el auricular tan solo para pensar en la posibilidad de llamar a la casa de alguna persona, como antes se hacia. Son esas pequeñas posibilidades que nos hacen lo que somos. Pero ahora no había teléfono. Tal vez pronto dejarían de existir los teléfonos fijos, los de casa, y nadie los extrañaría. Con el tiempo, ni siquiera ella. Pero ahora se le hacía terrible pensarlo.

Fue a la cocina y tomó un cuchillo. Su hija estaba aun en la tienda. Ella no lo sabía pero el silencio de la casa le hizo sentirse encubierta por la soledad. Empezó con una cebolla. Sin lavarla, la atravesó por la mitad suavemente y luego la cortó en innumerables trozos. Buscó otra cebolla. Una más. Cebolla que picaba la dejaba acumularse sobre la mesa. Al acabarse las cebollas continuó con tomates, zanahorias, apios, berenjenas, pimientos,... La mesa estaba sobrecargada. Empezó con las frutas. Eran tan suaves que parecían deshacerse en sus manos antes que las cortase. Encontró además una pierna de res aun entera que también desmenuzó. Un cuarto de pollo que deshuesó y cortó en pequeños cuadraditos como para arroz chaufa.
 Dejó vacías la refrigeradora y la despensa.

No empleó el mandil, así que al terminar y ver su ropa con manchas de todo lo que había cortado no se sorprendió. Le sorprendió sí estar con mayor energía que cuando empezó. Quería gritar "traigan más", "todo quedará bien cortado". Y sonreía con agitación. Observó con atención toda la cocina. ¿Qué más podría cortar?...

Cuando entró su hija se quedaron observándose un breve instante. El suficiente como para saber que la joven mujer no debía de hacer preguntas a la mujer mayor. No era el momento. No había nada que explicar. Y si lo había solo lo podría entender cuando le llegase su tiempo. Cuando a ella le cortasen la línea del teléfono, cuando los hombres que habitan en cubos de vidrios le dijesen que vuelva mañana, cuando evite mirarse de frente y durante mucho tiempo. Ahora no. En silencio, buscaron tapers y otros recipientes donde guardar la comida sacrificada. Ninguna justificó el desperdiciarla.

Al cerrar el último táper, la mujer mayor estaba apenada. Sus mejillas estaban sonrojadas y sentía el calor de la vergüenza en las orejas. La mujer joven fingió no verla y le preguntó si quería ir al cine. Ella invitaba.

Cortes finos, cortes tan finos que no se ven, que no sangran, que no matan. Solo arden.

domingo, 31 de marzo de 2013

Un pacto con abril

Hoy debería de escribir un cuento, tengo en la libretita unas 10 ideas sobre cosas de las que quiero fabular, pero estoy alborotada y la desconcentración me gana. Y aunque mis cuentitos no sean de lo más pulidos, les dedico su tiempo para hacerlos nacer, desde que asoman de la nada, se mecen, coquetean unos días hasta que finalmente se rinden a la expresión menos infame. Hace buen tiempo que no escribo y las ideas se han ido sumando. En particular tres están desesperadas y me desesperan. El de las cucarachas me tiene como agua para chocolate, el del que somos robots y no lo sabemos me golpea en el diente y el de mi doble está que me abraza la pierna. Sin embargo no puedo escribirlos aun. Siguen ahí a la espera y me miran con desdén por aplazarles. Con la miradita de "tú te lo pierdes".

Lo lamento, pero no puedo evitarlo, es abril que llega y me alborota. Es abril que llegó antes del día de mañana para ajustar mis premuras y descorrer las cortinas de lo censurado. Todo es posible y está a tan solo la distancia de estirar uno de mis brazos. Se me ha anunciado en un sueño.

No hay tiempo, como la Alicia del conejo corro y corro tras nuevas puertas. Me deslizo entre ellas. Voy rápido y parece que voy en patines. No los veo pero sé que ahí están. Tras cada puerta alguien me espera, sabe mi nombre y mi razón social, me entrega una cartón multicolor y me felicita por los patines que no ve pero que sabe llevo puestos y me calzan muy bien. Tras la última puerta, una fiesta. Todos están con disfraces y traen máscaras. Me apena, no estás ataviada para la ocasión, pero sonrío. Mi sonrisa es mi máscara. Y así, saludo a todos, bailo, como y bebo sin estar invitada, pero muy cómoda pues nadie me invita a retirarme. Es abril que me relaja y no hay más bien que estar y existir. Bailo, sonrío, bailo. Mi alegría inquieta y hasta incomoda a quien le es ajena. Descuide, este es un hecho fortuito. Pronto me verá triste para su placer. Pero hoy no, es abril, usted entienda. Despierto

Despierto y exclamo:

Es abriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiil, ¿me escuchan? A B R I L.
Y este abril se las trae.

Nos reuniremos los que somos desde hace una década. Seres de materia esquiva que adoro porque son de la misma materia que la mía y de mil matices. Tan distintos como iguales. Los quiero tanto como me quiero y más. Es lo que me cabe en cada sístole y diástole. Es abril. Y ya veo la puerta que atravesaré en patines para encontrarlos a todos. Mis manías de organización no podrán arruinar esto. Abril, no lo permitas. Abril, mes querido, mes del que me desprendo y en el que me entiendo, protégeme de mí misma, permíteme ser tú por un día, generoso y de ligero caminar, para venir, dar e irte sin ruidos, sin comparsa. Abril, despéiname todo lo que quieras, estoy a tu merced.

Mis cuentos que aun no nacen serán tus cuentos al nacer, mis sueños ocultos bajo el telar verde, mis miedos paranoicos, mis bajos y supremos deseos, hasta mis insomnios y jaquecas, lo mejor y lo peor de mí, todo en un bolsa de algodón pardo para ti. Tú que quisieras experimentar lo que es humanidad, te concedo lo único a lo que puedo llamar mío. Solo te pido ser tú en un día glorioso. Un día que se llame abril. Un abril arrebatado que en un solo día consume diez años.



sábado, 2 de marzo de 2013

El cántaro sabe cuando anochece

Apenas media tarde, mas en su habitación ya todo era penumbras. Difícil saber si está dormido o despierto. Ella retorna cada prenda al armario. Han discutido y, como en otras ocasiones, él ha amenazado con irse. Ella lo detuvo, como anteriores veces, cuando dejó vacío el último cajón. Es una escena aprendida. Él aquieta su ánimo y se entrega a la silla frente a la cama. Una vez sentado, ella procede a deshacer la maleta, sin prisa y, en los últimos años, con bastante práctica. Al terminar, ella se acerca a él, lo toma de las manos y la paz se restablece. Esa es la escena inacabada.

Cuando discuten suele estar iluminado y ambos pueden verse. Sin hablar, perdonarse. Ahora es de noche y la ausencia de luz les da de punzadas. Esta vez, la escena se desdibuja. Es una escena desgastada. ¿Cómo han podido interpretarla tanto tiempo y no notarlo? De pronto, ella recuerda un refrán. Algo de un cántaro roto y una fuente. Esfuerza la vista para observar dentro de la maleta y el fondo azul le hace ver mucha agua. Aunque donde él estaba sentado las sombras eran mucho más negras, en aquel instante ella adivinó su rostro de cansancio, su expresión de hastío.

Quedaban dentro de la maleta un par de medias. Las dejó ahí. Buscó prenda por prenda lo que minutos antes había colocado en el armario. Recogió todo lo que él había elegido y en el orden que él había dispuesto. Cerró la maleta, se acercó a él y la dejó a sus pies.

Él tenía ojos cerrados, pero estaba despierto, esperando. La escena terminaba.

La noche se hizo más oscura.


martes, 26 de febrero de 2013

la identidad del espejo


Todo su cuerpo es un ojo. Sí, un ojo cuadrangular a través del cual todo ve y en él se ven. Un ojo condenado a no descansar nunca pues no pestañea, muchos menos duerme. En la oscuridad, observa las sombras. Todo sería registrarlo en su memoria si pudiese, pero no logra retener en sí lo que no tiene en frente. Lo que no permanece. Así, olvida. Sus sentimientos no son tales, son emociones que a veces le asaltan. La mayor parte del tiempo experimentaba la nada. Y no conocía la angustia. Hasta que colocaron frente a él un florero. El dueño de casa trajo consigo a una mujer que llegó para quedarse y con ella, las flores.

Ante sí desfilaron rosas, tulipanes, orquídeas, lluvias, gladiolos, margaritas y demás, de las cuales nunca supo sus nombres. Se maravillaba de apreciar cuan lentamente se deslucían ante sus ojos. Era distinto a las personas que reflejaba y que cambiaban sin sospechar que cada día morían. Las flores sí lo sabían y su resignación ante la muerte las hacía lucir sublimes. Si algo había quedado profundamente adherido en el espejo era un particular sentido de lo bello. En la muerte de cada flor, el espejo experimentaba el desdoblamiento de los planos hasta percibirse así mismo etéreo y magnánimo. Era el preciso instante en que el matiz de la vida escapaba de los pétalos, se desvanecía a través del tallo e iba a diluirse en el agua. Tan solo un segundo eterno que era imperceptible si pestañeabas. El espejo podía presenciarlo. Sólo él. Cada flor moría distinto y producía en él emociones distintas. Cada muerte lo elevaba en su condición. Aunque no recordaba, algo se impregnaba en él. 

Una mañana, desapareció la mujer y con ella, las flores. Transcurrió un día, dos, tres… ¿cuántos ya son?  El espejo no podría precisarlo, solo sabía que delante de sí se reflejaba un florero vacío que ahora encontraba de mal gusto. Y que ahora, él era un espejo vacío. Inicialmente todo fue calma. El espejo percibía que esta nueva circunstancia no debía de afectarlo. Que él podía permanecer impasible o al menos podría intentarlo. No pudo. Poco a poco empezó a experimentar el cuestionamiento existencial. 

Todo su cuerpo no es un ojo. No puede pestañear, mucho menos dormir. No puede negarse a ver lo que no quiere. No puede quedarse ciego. Su única esperanza es un accidente casero y/o ir a parar a donde habite esa mujer que amaba las flores. Mientras tanto, espera. 

Lo cambiaron de lugar, lo colocaron frente a la puerta del desván. Lugar al que nadie entra y del nadie sale. 

Tal vez esta sea la nueva identidad del espejo, una puerta que nunca se abre.





miércoles, 16 de enero de 2013

La luz ya se puso en verde




Éramos apenas unos críos cuando nos dijeron que o nos entregábamos en serio o éramos tan solo simples parásitos que estábamos escondiéndonos en los libros para evitar la realidad. Ser estudiantes de literatura no era evadirse, era confrontarse. Ese día nos confrontaron. Si estás aquí, será bajo tu responsabilidad. No terminaran todos. Cada curso será un tamiz cada vez más delgado hasta filtrar fino fino y librarnos de la materia burda.

Eso fue el segundo año de carrera, que fue como el primero pues llevamos los cursos de la especialidad. El discurso bofetada fue en teoría literaria I, con el profesor  Huamán. Que en esas épocas era una vaca sagrada en la facultad. Nos trataba como si fuéramos unos pelmazos, difícil esperar un poco de aliento. Estábamos pasando ya por el tamiz. Casi dejo la carrera por ese curso. Fue horrendo. Le tuve tanto miedo a ese individuo que yo leía en la entrada de la facu Facultad de letras y ciencias huamanas. Estaba tamizando fino y yo me sentía materia burda.

A punta de temor, creó en nosotros su propio mito. Él era Zeus y cuando tenía un mal día el cielo se oscurecía y tronaba. Pude haberlo odiado, estuve cerca, pero no lo hice. Aprendí algo de él. La literatura era algo que él no podría explicarnos porque le sobrepasaba, porque nos sobrepasaba. Lo que íbamos a aprender ahí no era la literatura, era crítica literaria. Estábamos ahí para aprender a ser críticos implacables con los textos que leíamos, con los autores a los que leíamos, con lo que nosotros escribiamos y con lo que nosotros éramos. Estábamos ahí para aprender el arte de la destrucción. La literatura vendría después.

Esencial, aprender a escribir. El arte de expresar tus ideas y persuadir a quien te lee. No nos iba a enseñar una técnica. No. Solo iba a decirnos mira lo fácil que me sale a mí, intenta tú.  Y en el camino darse topes contras las propias debilidades y limitaciones. Sentirse pútrido y querer mandar todo al diablo. Tamizando fino fino. Nuevamente, mira lo fácil que me sale a mí, intenta tú. Muy cerca a la frustración, entender que la técnica que no nos iba a enseñar, él no podría enseñárnosla porque no había una receta. Era ensayo y error. Era darse de topes hasta hacer brincar los sesos y reordenar nuestro pensamiento. Ensayar uno, dos, tres, mil veces hasta que el que nos leyese sienta que cada palabra se dice con naturalidad, se desliza suavemente, hasta que el que nos leyese no sospechase que hubieron muchos intentos previos, mucho dolor de por medio antes de que la palabra fluyese.

Es el inicio del verano del 2013, pronto se cumplirán diez años de esta vida y como hasta hoy nunca creo haberme sentido más dichosa. He sido consciente en esos diez años que vivía en una habitación de palabras y he podido redecorarla infinidad de veces, bajar uno que otro muro y abrir o cerrar puertas y ventanas. Zeus es ahora un recuerdo que aprecio porque tamizándome dejé parte de mí en el filtro, dejé aquello que no me sería útil. Modelé mi voz para poder escucharme y que otro la escuchase. Aprendí a confrontarme contra ideas ajenas y propias no por vanidad o capricho sino porque estamos buscando respuestas. Aprendí el arte de la destrucción y puedo ejercerlo contra los demás y contra mí cuando me plazca si es necesario. Ahora es innecesario. Porque la literatura llegó. Ahora es tiempo de construir.