
Una señora pequeñita, casi diminuta, camina entre las callejas de la gris Lima. La calle no es lo suficientemente amplia como para la cantidad de taxis que por ella transitan, pero eso los taxis no parecen saberlo. No lo sabe ni el rojo ni el azul ni el amarillo creo que lo sabe el negro y por eso conduce tan a prisa huyendo y ya se le ve alejándose discurriendo de entre los escarabajos que osen cerrarle el paso. La señora pequeñita camina con pasos pequeñitos. No hay prisa, salió temprano de casa el día de hoy, así que puede caminar dándose el gusto de ir despaaacio y de, por qué no, ver qué se hace en las casas vecinas, en los mostradores de las tiendas, en las entradas de las imprentas donde siempre hay tanto papel.
Pero por qué se ha detenido la señora pequeñita? Por qué ahí, frente a esa imprenta que nunca le llamó la atención? Qué es ese bulto? Ah, la señora, casi diminuta, ha visto sobre una carretilla a un gran perro color caramelo de ojos dulsones, de orejas románticas, de hocico sonriente y de relleno antialérgico. La pequeñita señora no pudo resistirse al encanto de ese tiernísimo impostor de animal. Su menuda mano derecha no logra reprimir el gesto, mucho menos se contienen sus labios y ya están abriendo el estuche de sonrisas para sacar la de eventos “sensibilidad candorosa” y a los pocos segundos tenemos la escena: anciana de 70 años frente a un peluche voluminoso le mira enamorada, peñisca su cachete y le dice monísimo.
Hace mucho que la señora no le dice a nadie que es “monísimo”. Esa era su palabra preferida, pero ya no se la dice a nadie. “No la merecen” pensó una mañana en que quiso ir al parque de las leyendas y nadie quiso acompañarla pretextando lo mismos pretextos cuando ella le pedía a alguien salir a pasear. Ese día, ese día que empezó a sentirse demás, las personas se le hicieron de-a-menos. Así ya nadie mereció su “monísimo” que sonaba en tres golpes de voz cuando lo pronunciaba ella, y es que en su bullente contentura el “si” se consumía en rayuelas de color y la pujante sonrisa incontrolable que impedía el pronunciar mas palabras… Y quien nesecitaba palabras con aquella sonrisa descalabrante?
Fue una buena tarde para el de relleno antialérgico y para aquella que padecía congénitamente de alergias a la decepción… Impostor sin expresión, tu jamás podrás pretextear
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